En general diría que hay que devolver
al pueblo, lo que es del pueblo, es decir las calles por las que transitan cada
día. Hubo una época en que la dictadura usurpo ese derecho y lleno las calles
de toda España con los nombres de aquellos que le eran afines. Sin embargo no
siempre el nombre oficial que se daba a determinadas calles venía a coincidir
con el que se mantenía a nivel popular. Así por ejemplo aunque en la ciudad de
León existía oficialmente una calle “Generalísimo” nadie la llamaba como tal y
todos nos referíamos a ella como “la calle Ancha”, lo mismo cabría decir de la
“plaza de Calvo Sotelo” que todos conocíamos como “plaza circular”. 40 años de
dictadura no consiguieron cambiar la denominación popular y con la llegada de
la democracia hay un reconocimiento a esa realidad social y la denominación
oficial vuelve a coincidir con la denominación popular.
Sin embargo
no se trata de sustituir unas filias por otras ni cambiar unas fobias por
otras. Habrá elementos que puedan ser discutibles en lo que es el cambio de
nomenclatura de las calles, pero poner en revisión a denominaciones como
Espronceda, Bécquer o Machado (como ha ocurrido en Sabadell) no deja de ser una
barbaridad manifiesta que es un signo de un maniqueísmo sumamente peligroso.
Establecer
el “cosmos social” en función de lo que es el “cosmos personal” vendría a ser
un signo de cualquier dictadura. Una tentación que han tenido siempre algunos
dirigentes políticos (de cualquier parte del mundo) es la de dejar su impronta
en forma de placa en aquellos edificios, parques…que inauguran e incluso a
alguno le han dado hasta su nombre en un afán de indudable protagonismo. También
existe en ello el clientelismo de aquellos que buscan complacer con un reconocimiento en forma de placa a sus
“jefes políticos”.
Hay
que buscar que el callejero de una ciudad sea una representación de lo que son
y han sido sus habitantes a lo largo de la historia. Evitar las tentaciones
personalistas que se han venido dando de modo que esas calles se conviertan en
un espejo de vanidades o de expresión partidista de aquellos que en un momento
dado ejercen el poder.
Las
imposiciones que se hacen contra el sentir popular no terminan cuajando ni
antes ni ahora. Cuando la ciudadanía no entiende un determinado cambio no lo
asume y a modo de resistencia sigue con la anterior denominación por mucho que
desde las instancias oficiales se promueva ese cambio. En Bilbao serán muy
pocos los que se refieran a la plaza donde se ubica la estatua de Don Diego
López de Haro como plaza Biribila (aunque así figure en sus líneas de
autobuses) y serán muchos más los que la reconozcan como “plaza circular” o
incluso “plaza España”. A los cambios por motivaciones políticas se tiende a
oponer una resistencia ciudadana a esos cambios (antes y ahora).
Podemos
entender que no exista uniformidad en los criterios, para ello habrá que buscar
la mayor independencia posible y una cierta racionalidad (de la que escapa
quitar a Quevedo o Espronceda del callejero). También puedo entender que estos
cambios implican unos ciertos costes y que hay que hacerlos de forma conjunta y
no por etapas. Ello reducirá la factura económica y también permitirá asumir
más fácilmente esos cambios tanto para los residentes como para las personas
que visitan la ciudad. Ello claramente sería contrario a que esos cambios se
produzcan en función del ganador en cada una de las convocatorias electorales. En ese sentido es deseable que
esos cambios se hagan con el mayor nivel de consenso posible (social y
político).
El sustituir
“tus nombres” por “los míos”, no es el
mejor procedimiento. Un ejemplo de esto lo he podido ver en la ciudad
portuguesa de Amarante cuyo centro urbano se establece alrededor de lo que es
la iglesia de su patrono San Gonzalo de Amarante, sin embargo la mayoría de las
referencias a este santo han desaparecido de su callejero para sustituirlas por
aquellas propias del partido gobernante del momento.
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